El cuento de nunca acabar

Por Lunes, noviembre 9, 2015 0 Permalink 0

Siempre he sentido una enorme fascinación por contar cuentos. Lo he hecho durante muchos años y muchas noches a mis hijos. Siempre los inventaba sobre la marcha. Era un momento colosal para ellos y también para mí.

Cerraba la puerta del cuarto, me acostaba sobre la cama y empezaba mi intervención, mi gran monólogo teatral del día, con un sonido gutural largo que sabíamos era una estrella fugaz que pasaba y con la que se iniciaba el suspense.

Me entusiasmaba ver cómo cada uno de ellos (siempre lo hacía individualmente) se obnubilara mirando fijamente no sé adónde y yo al techo de la habitación absolutamente fuera de mí. Su escucha era tan atenta como nunca en todo el día: vivían la historia inventada como si ellos mismos formaran parte de ella. A veces incluso llevado por mi propio frenesí les daba golpes con los pies o con los brazos, porque me movía, me acongojaba, reía a carcajadas o sufría un miedo atroz conforme avanzaba el cuento de nunca acabar.

Me inventé personajes que siempre aparecían: la ranita Clo Clo, el cisne Moc Moc… Con la mano debajo del somier hacía ruidos, llamaba a las puertas, estallaba bombas… Podían durar media hora, tres cuartos… Y ya nerviosa porque los niños no dormían venía mi esposa a ver si concluía esa historia interminable.

Sí, qué feliz he sido contando cuentos.

Y estoy seguro que mis hijos también.

Por eso traigo aquí mi absoluto fervor por los cuentos y una foto que hice este verano al cuentista austriaco Helmut Wittmann, que se acompaña incluso de un músico que toca una suerte de dulzaina con un cuerno de ciervo.

Lo más fantástico es que Helmut vive de esto. Vive él, su esposa y sus dos hijos pequeños. De los cds que vende. De sus intervenciones en la emisora de radio estatal ORF, en la regional de Oberösterreich y en la local de Salzburg que apoyan esta tradición oral. De los cumpleaños, comuniones y fiestas infantiles o de adultos a las que le invitan semana tras semana.

Hoy mismo cambiaría todo por volver al somier, cerrar la puerta e inventarme un cuento nuevo de miedo y felicidad, con bombas y abrazos. Un cuento con el que seguir soñando bien lejos de esta realidad.

 

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