Pasaba por Elorrio y no pude evitar acercarme a Ermua para visitar la tumba de Miguel Ángel Blanco, el joven concejal asesinado por ETA en 1997 que cambió la historia de España.
Estuve dando vueltas con el taxi intentando encontrar una floristería, pero resultó que ya había pasado la una del mediodía y aquí las tiendas cierran a esa hora.

Así que empinamos la carretera hacia el cementerio y suerte tuve de encontrarme al sepulturero municipal haciendo apaños en el pavimento. No era grande el camposanto y, cuando le pregunté por la sepultura del muchacho, me acompañó hacia donde ya no estaba.

Fue una sensación extraña pararse a leer el nicho de una señora que sustituía a Miguel Ángel Blanco: mármol negro, unas florecillas de plástico a un lado, una foto de la difunta aún lozana…
A Miguel Angel se lo llevaron a Faramontaos de A Merca, en Orense, a los diez años de enterrarle. En Ermua, cumplido ese tiempo, te tienes que llevar los restos adonde sea. Así que vino un tío, hizo el papeleo y se lo llevó.

Luego el sepulturero me dijo que los padres al poco del asesinato se marcharon a Vitoria y la hermana a Madrid. Y con el dedo me enseñó unas naves cercanas al cementerio, ahora abandonadas, con el techo de uralita ajado por la pinaza, donde algún abertzale cobraba el impuesto revolucionario que pagaba el miedo.

Regresé al coche. El taxista me esperaba de pie y allí le conté que no era a un familiar mío a quien buscaba, sino a Miguel Ángel Blanco. Y el hombre, ya conduciendo, me contó cómo vivió él aquello, que fue uno de los peores días de su vida, que no salió con el taxi y que su esposa cerró la panadería; y noté que se emocionaba y se le entrecortaba la voz.

Luego siguió el silencio. Se borró el paisaje. Y pensé qué triste es perder la memoria, dejar que el olvido lo apague todo.